jueves, 26 de mayo de 2011

El patito feo.

Aún no tenía 6 años cuando mis padres me dijeron que iba a tener un hermano. Y digo hermano, generalizando, porque cuando me dieron la noticia aún no se sabía qué podría ser.

Recuerdo lo emocionada y nerviosa que estaba metida en el coche, con mis padres, camino hacia Madrid el día que por fin sabría si iba a tener un hermano o una hermana. De la misma manera que recuerdo lo poco que me gustó que me dijeran que iba a ser un niño. Yo quería una hermana y este pequeño contratiempo había arruinado mi futuro.

Recuperada de la primera desilusión que me había dado mi hermano sin ni siquiera haber nacido, empecé a dedicar mis tardes a elaborar un plan de supervivencia. El plan consistía en preparar un montón de fichas para él. Copié muchísimos dibujos para que los pudiera colorear, trasladé mis pequeños conocimientos de inglés al papel y rescaté la máquina de escribir de mi abuelo para los relatos que escribía. No conocía a nadie con hermanos pequeños que pudieran darme una pista para saber qué podía hacer yo con uno propio. Así que subconscientemente, decidí que mi labor era la de convertir al mío en uno superdotado.

Cuando nació y descubrí que NADA de lo que yo tenía previsto podría llevarse a cabo volví a hundirme en la miseria. Un hermano pequeño no era útil si sólo dedicaba su tiempo a comer, dormir y babear. ¿Cómo iba a colorear mis dibujos si ni siquiera podía mantener su propia cabeza? ¿Qué le había hecho yo a Dios para que me castigara de aquella manera? ¿Acaso era mucho lo que yo estaba pidiendo?

De nuevo seguía sola y con más tiempo libre que nunca. El verano estaba a la vuelta de la esquina y ya no me apetecía seguir escribiendo relatos plagiados de los libros de Enyd Blyton y tampoco quería seguir dibujando. Las vías por las que canalizar mi arte infantil se acababan.

Al lado de casa abrió una nueva mercería y al pasar por su escaparate vi un tapiz en el que estaba dibujada una bailarina. Siempre me ha costado muchísimo pedir que me compraran algo concreto. Me moría de vergüenza, casi literalmente. Así que la única forma que tenía de transmitir cuánto me gustaba ese tapiz era parar a mirarlo todos los días y suspirar "ay".

La prueba definitiva para saber que mi lenta y sutil técnica había funcionado fue descubrir una bolsa pequeña sobre mi cama. Dentro había un kit con un tapiz pequeño y con todo el material que necesitaba: aguja, hilo e instrucciones.

Era un patito amarillo. Con la alegría y las ganas de empezar a coser se me olvidó la bailarina. Pero sólo por un tiempo.




Y así es cómo comenzó mi afición al petit point desde pequeña.


1 comentario:

  1. Totalmente identificada con esta historia, salvando lo del pato claro ;P
    (Tera)

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